El cazador cazado.


"El hijo del hombre" (1964). René Magritte.

"No me guardes rencor" dijo la mujer del sombrero rojo a la persona con la que estaba hablando por teléfono, y fue lo último que dijo. A continuación guardó el móvil en el bolso, sacó un billete de diez euros que depositó cuidadosamente sobre la barra del bar y se fue sin esperar ni siquiera a que le devolviesen el cambio. Fue en ese momento, cuando ella se dirigía hacia la puerta, cuando sus miradas se cruzaron. Ella desvió la mirada con un gesto entre coqueto y soberbio mientras que él la veía alejarse hasta que se decidió a ir detrás. Si le hubiesen preguntado él no habría sabido decir con exactitud qué fue lo que le llamó la atención de esa mujer, porqué la eligió ese día entre las decenas de personas que llevaba observando, todas solas, todas fáciles de seguir. No era especialmente guapa ni atractiva, no había ningún atributo en ella que llamase la atención hasta el punto de que incluso podría decirse que era una mujer del montón. Quizás fue su sombrero de fieltro rojo a juego con su bolso o quizás esa frase pronunciada y oída justo en el preciso momento en el que el silencio se hizo en el amplio bar. "No me guardes rencor". ¿A qué se estaría refiriendo? ¿Con quién estaría hablando?. Le encantaría tener las respuestas a esas preguntas, saber cómo sería ser ella incluso sin ser ella. ¿Era eso posible? ¿Saber cómo era ser una persona sin ser esa persona?.
Desde hacía meses esa pregunta le llevaba rondando como un pretendiente enamorado desde el amanecer hasta el anochecer y por eso empezó a caminar por la calle sin rumbo fijo sacando fotos a ventanas, sobre todo si estaban abiertas de par en par y dejaban entrever cómo era la habitación que escoltaban. Durante varias semanas se había conformado con ese acercamiento sutil y silencioso a la vida ajena de desconocidos intentando averiguar cómo vivía esa persona que tenía una estantería que ocupaba toda una pared llena de libros o aquella que seguía conservando muebles más propios de principios del siglo XX con reloj de péndulo incluido, o aquella otra que más le había sorprendido: ese balcón a través del cual se podía ver una pared entera decorada con láminas de llaves, llaves de todo tipo y tamaño y épocas. ¿Qué tipo de persona decoraría una habitación así?.
Pero un día, mientras observaba una ventana situada en el segundo piso de un antiguo edificio del centro de Madrid se dio cuenta de que ese juego ya no le satisfacía. Ya no sentía ningún tipo de emoción intentando averiguar si esas cortinas amarillentas por el humo de cientos de cigarros pertenecían a un hombre o a una mujer, ni si esos geranios sedientos llevaban mucho tiempo en la vida de esa persona o eran de reciente adquisición. Ni siquiera la cabeza de jabalí disecada que se entreveía entre las cortinas balanceadas por la ligera brisa del atardecer logró captar su atención. Cuando en un momento concreto vio a un chico de unos veinte años cerrar la ventana y dos minutos después le vio salir del amplio portal de madera no se lo pensó dos veces y le siguió sigilosamente hasta que el sujeto, tras caminar a paso rápido por las calles de La Latina saludó a una joven de su misma edad que parecía llevar esperándole un buen rato en una terraza. Durante más de tres horas observó a esa bonita pareja beber una caña tras otras, a veces él colocando un mechón de pelo de ella coquetamente detrás de su oreja, a veces ella quitando una pelusa invisible del cuello de la camisa de él. Ya bien avanzada la madrugada, la pareja decidió abandonar la terraza y él les siguió sin dudarlo hasta un hostal situado dos calles más allá donde les vio entrar. En ese momento él no tuvo más remedio que desistir de su persecución y seguir con su camino de vuelta a casa ilusionado con esa faceta de sí mismo recién descubierta. Ese día había dado un paso más allá en su deseo de averiguar sobre las otras personas, sobre cómo sería ser ellos. Y desde ese día, de vez en cuando, recurría a ese joven de cortinas ahumadas y le seguía al supermercado, a su lugar de trabajo, al cine, a casa de algún amigo. Él era uno de sus habituales igual que aquél otro hombre de mediana edad que sentado en su amplio mirador de hierros negros decorado con un par de taburetes de madera y una mesa de plástico blanco, veía pasar las horas fumando un cigarro tras otro mientras trenzaba cuerdas hechas con bolsas de plástico. A este hombre también le había acompañado sin él saberlo en su búsqueda por las papeleras de bolsas y más bolsas, y a la ferretería en la que trabajaba, y a la frutería donde siempre pedía dos naranjas y dos plátanos.
Y estaba convencido de que esa mujer de sombrero rojo sería su tercer objetivo fijo, tras meses de intensa observación sus ojos expertos le indicaban que esa mujer le iba a dar mucho juego y que con ella iba a poder explorar mundos nuevos e ir más allá en sus ansias de conocimiento. "No me guardes rencor". Esa frase seguía resonando en su cabeza en medio del inusual silencio de la noche madrileña. La mujer cruzó la Gran Vía y se internó por la calle Clavel hasta llegar a la Plaza Vázquez de Mella donde giró a la derecha y bajó por la calle Infantas. Él no podía apartar la vista de su llamativo sombrero rojo, que se balanceaba al compás de las caderas bailarinas y no podía creer la suerte que había tenido de haberla encontrado precisamente a ella en medio de tanta mediocridad. Se moría de ganas de saber cómo sería su casa, si tendría ventanas o balcón, si usaría cortinas o persianas o si en sus paredes colgarían fotografías en blanco y negro o láminas impresionistas. Acompañarla a comprar el pan o un nuevo perfume haría su vida mucho más agradable... y quién sabe, quizás algún día cometiese una pequeña locura y se atreviese a entrar en su casa cuando ella no estuviese para así conocerla aún más de cerca.
La mujer, mientras tanto, llevaba un buen rato dando rodeos por las calles de Chueca a fin de confirmar que el hombre de gabardina marrón le estaba siguiendo. No había conseguido ver bien su cara pero ya se había fijado en él en el bar y le había llamado la atención. No era exactamente su tipo pues era de complexión demasiado delgada para su gusto pero tenía unos maravillosos ojos verdes que vendrían a completar aún más su ya extensa colección. Disponía ya de un par de ojos verdes centelleantes como la pradera recién regada y otro par de ojos verdes oscuros como el musgo pero jamás había visto unos ojos verdes como los del hombre de la gabardina, de un verde gris oliva, suave y discreto.
No podía creerse aún la suerte que había tenido de haberle encontrado precisamente ese día en medio de tanta mediocridad. Y pensar que estuvo a punto de quedarse toda la tarde en casa. Nunca había sido tan fácil como iba a serlo esta vez. Normalmente era ella la que tenía que mover ficha y buscar a su objetivo pero esta vez no había tenido que hacer nada de nada porque él solito y por sí mismo, venía directo hacia ella y lo que era aún mejor, directo a su casa. Dudaba en qué recipiente guardaría esos ojos si en el tarro hexagonal que se cerraba a rosca y que trajo de su último viaje a Florencia o o en el frasco redondo que se cerraba a presión y que acaba recibir en su último pedido. Con un gesto distraído abrió el bolso rojo y comprobó que llevaba en él la jeringuilla con el sedante. Afortunadamente nunca salía de casa sin ella. "Nunca se sabe dónde puedes encontrar un par de ojos bonitos" le repetia siempre su madre. Y su madre siempre tenía razón.


Comentarios

  1. No me gusta que dejes los relatos sin acabar. El cazador cazado. Pero, cuál de ellos?

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    1. Mari D, tienes que dejar volar tu imaginación... ¿tú quién crees que fue cazado? Yo creo que fue él, aunque también pudo ser ella... Pero no te preocupes que cuando disponga de más tiempo iré desarrollando todos los relatos uno a uno e iré dando respuesta a tus inquietudes. ¡Ah! ¡Acepto sugerencias! así que en la próxima quedada tráete una lista de ideas y hacemos un brain storm

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