Un par de centímetros

"Miss Lala au cirque Fernando". Degas. (1879)

Le faltarán, al menos, un par de centímetros para alcanzar la barra del trapecio. Siempre supo que ese momento llegaría. Lo sabía con la misma certeza con la que se saben muy pocas cosas en la vida como que cuando llueve en la calle te mojas si caminas sin paraguas o como que la tarta de manzana de su madre era la mejor del mundo. Aún así decidió un día unirse al circo por amor, como no podía ser de otra manera, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella contestó sin vacilar: "quiero ser trapecista". Y lo consiguió. Ya desde pequeña había demostrado una habilidad innata para los equilibrios, para el cálculo de distancias, para el dominio de su cuerpo en las alturas, lo que sumado a su disciplina férrea hizo que se catapultase en poco tiempo en la figura principal del circo. Estaba segura de que lograría ascender pero también estaba segura de que algún día pasaría lo que estaba pasando hoy. Sin red y a un par de centímetros de la barra.

Siempre imaginó que en ese momento su vida se aparecería a fogonazos ante ella pues eso era lo que siempre pasaba en las películas. Muchas noches, cuando le costaba conciliar el sueño (algo que cada vez pasaba con más frecuencia, por cierto) le gustaba hacer listados con las cosas que recordaría en ese preciso momento. Por este orden:

1. La sonrisa del hijo que nunca tuvo.
2. El "te quiero" en esos labios amados que nunca fue pronunciado.
3. El traje de novia que nunca compró.
4. El título del libro que nunca escribió.
5. La puesta de sol en aquella paradisíaca isla a la que nunca voló.

Y era en ese punto del día, después de hacer su listado, cuando se daba cuenta de que su vida se había basado en sueños que no se habían hecho realidad y en decisiones de las que se arrepentía tanto que no dejaban espacio para disfrutar de los caminos elegidos, asfixiando cualquier remota posibilidad de olvido. El poder del autosabotaje era mayor. Y entonces se dormía profundamente como cuando era un bebé.

Pero ahora no estaba en su cama sino en el aire, a dos miserables centímetros de la barra, estirando los dedos como si fuesen a romperse a sabiendas de que cualquier esfuerzo sería inútil. 

Caía. 

La fuerza de la gravedad estaba haciendo de las suyas como es inevitable en esos casos. Y en ese preciso momento su vida no se reprodujo ante ella como una serie de diapositivas en blanco y negro, sino que tuvo un único pensamiento formado por unos ojos marrones, una bufanda roja y una pradera verde. El día anterior había ido como cada mes a visitar a su madre a la residencia y se sorprendió al encontrar unos ojos marrones que no eran los suyos, unos ojos derrotados, llorosos, que apenas se levantaron de la bufanda roja que estaban tejiendo para mirar a esa hija que se había convertido en una desconocida. 

- "Mamá, ¿para qué estás tejiendo esa bufanda en pleno mes de mayo?" - fue una de las pocas frases que pronunció esa tarde.
- "Para ponérmela cuando llegue el mes de diciembre" - contestó su madre en el único momento de lucidez que manifestó esa tarde.

La trapecista se sentó al lado de ella y observó la verde pradera que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La noche anterior había llovido y varias gotas de agua aún brillaban bajo la luz del precioso sol primaveral. Entonces, se decidió a hacer algo que siempre había querido hacer cada vez que visitaba a su madre, descalzarse y caminar por esa pradera sintiendo cómo la hierba se doblaba a su paso. Por primera vez en mucho tiempo consiguió derrotar al autosabotaje instintivo y recorrió el par de centímetros que siempre le habían faltado para rozar la felicidad.

Tan concentrada estaba en este último pensamiento que no se dio cuenta de que todo el mundo había desenfundado sus dispositivos móviles para inmortalizar el momento.

Algunos, incluso, aprovecharon para hacerse un selfie.

El fallido triple salto mortal sin red se convertiría en viral en cuestión de minutos.

Una voz dijo: " Hoy sí mereció la pena pagar por la entrada".





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