¡Pide un deseo!






When the Gods wish to punish us,
they answer our prayers.
Oscar Wilde.

La única forma de romper mi vínculo con él era que uno de los dos muriese. No había otra manera. Recuerdo que en aquella época pensaba en qué feliz me sentiría si no estuviese en mi vida. Tan libre, sin tener que estar justificándome a cada rato, sin ese sentimiento de inferioridad que me ha acompañado desde que tengo uso de razón. Pero ahora veo que no ha servido de nada. Su muerte no ha hecho desaparecer ninguno de esos sentimientos. Es más, los ha intensificado, me queman. Yo también pagaré mi precio por mis malos pensamientos, mis malos deseos… Lo sé. Sé que mi discurso les resulta incoherente. Pero cuando les cuente lo que pasó, entenderán a qué me refiero.

Todo empezó con ese viaje a La Habana para visitar a la familia del que entonces era mi novio. Su madre era una devota de todo el tema de la santería. Ya saben: potingues de hierbas, amarres con mechones de pelo, sacrificios de gallinas. Yo la escuchaba atentamente, fingiendo interesarme por todo aquello, pero mi interés le resultó tan auténtico que se ofreció a llevarme a una de esas sesiones. Me convertí en esclava de mis mentiras. No pude negarme, claro. Al fin y al cabo sería una forma más de penetrar en esa Cuba oculta tan alejada de las playas de Varadero y del baile del son en la Bodeguita del Medio.

Cuando llegó el día me vestí toda de blanco, el color de los Iyabós, el favorito de los Orishas, porque atrae lo bueno, me explicó mi suegra, pero contemplando mi figura ante un descascarillado espejo me sentí a medio camino entre un fantasma y una niña de Primera Comunión, alejada de ese inmaculado glamour de las fiestas hippies ibicencas. A las siete de la tarde, cuando el sol comenzaba ya su camino hacia La Bahía, bajamos la Avenida 23 y torcimos por la calle M, un poco antes de llegar al Malecón. En la esquina con 17, nos topamos con un imponente edificio que en su época debió ser una preciosa casa colonial y que hoy, todo huecos negros, grietas y desconches, se ha desmembrado en una cochambrosa cuartería. Ascendimos la escalinata de la entrada. Atravesando una galería semiabierta sobre una freiduría de pollos “El Rápido” a la izquierda y a puertas abiertas de cuartos a la derecha, la amalgama de olores y voces, «mija», «pinga», «asere», me levantó un ligero dolor de cabeza a la vez que se me revolvía el estómago. Ascendimos una segunda escalera, oscura y sinuosa como el estómago de una serpiente, y llegamos a la galería superior donde la situación no mejoró. Al fondo de la misma, nos paramos frente a una puerta y mi suegra tocó con los nudillos la madera, al mismo tiempo que con su índice izquierdo me pedía aún más silencio.

Nos abrió la puerta una mujer totalmente vestida de blanco con un pañuelo rojo en la cabeza. Al mirarme, sus ojos se clavaron en los míos esbozando una sonrisa de labios rojos y dentadura blanca perfecta. Debía tener más de sesenta años pero era hermosísima, con piel de porcelana, como si hubiese hecho un pacto con Olofi. Yo me sentí tan intimidada como si me hubiese colado en una fiesta a la que no estaba invitada. Pero ella, acariciando mi brazo, susurró un «me alegro de que hayas venido, Lucía» que me hizo sentir que me había leído el alma. Cerró la puerta tras ella y, adelantándonos, apartó con su brazo unas cortinas de tiras de plástico rojo para que entrásemos en una estancia a media luz donde había dos sillas, a cada cual más destartalada. Cuando me disponía a sentarme mi suegra me advirtió: «Ahí no. Ante el babalao tenemos que arrodillarnos en esta esterilla del suelo», y así lo hicimos, lo cual me daba una perspectiva deforme de cuanto nos rodeaba. Un pequeño altar frente a nosotras tenía decenas de velas sobre una sábana blanca y un montón de cachivaches como platos con rodajas de coco, botellas de ron, una cesta con huevos, collares, vírgenes, puros encendidos. En el medio de la habitación, un balance se mecía al son de alguna corriente de aire que yo no notaba, pues sudaba como un pollo. Mi suegra cerró sus ojos y sacando un collar de colores comenzó a hacerlo rodar entre sus dedos. Yo empecé a imaginar el sol que a esas horas ya estaría rozando el mar, empañando el malecón con el arrebol de sus rayos, enrojeciendo el Faro del Morro.

Las cortinas de tiras de plástico rojo se movieron para dejar entrar al babalao, un enjuto mulato de piel arrugada como una pasa, más viejo que la vida, vestido de blanco, con un sombrero de colores ajustado a la cabeza y tal cantidad de pulseras y abalorios que sólo eso debía pesar más que él. Con andar seguro y decidido, a pesar de su apariencia frágil, se sentó en la mecedora y nos miró fijamente. Tras aclarar que la ceremonia de limpieza era para mi suegra subrayó que normalmente no permitía entrar a ningún acompañante pero que conmigo hacía una excepción porque su santo, Changó, se lo había pedido. Poniéndose de pie con una agilidad pasmosa, el babalao mandó a mi suegra levantarse y, cogiendo un huevo, comenzó a pasarlo alrededor de todo su cuerpo, de forma descendente, desde la cabeza hasta los pies, sin tocar en ningún momento su piel, murmurando unas palabras ininteligibles que se confundían con el crepitar de las velas. El primer huevo explotó en sus manos, incapaz de absorber, supuestamente, toda la energía negativa que encerraba el cuerpo de mi suegra; así que, tras depositar éste en un recipiente de plástico donde luego supe que había agua, sal y ruda, reanudó el proceso con un segundo e incluso un tercer huevo. Mi suegra mantenía en todo momento los ojos cerrados. Yo los tenía abiertos. En parte porque así me resultaba más fácil controlar mi risa. En parte, también, por un cierto sentimiento supersticioso de que, si los cerraba, cuando los abriese aparecería en, vete tú a saber, qué ataúd o túnel.

Cuando al fin acabó, el babalao recitó unas oraciones en Yoruba mientras envolvía el tercer huevo intacto en un grueso paño de cocina, cerraba el recipiente con los huevos rotos e introducía todo en una bolsa de tela. De repente, su tono de voz cambió, como si hubiese entrado en trance, y girándose hacia donde yo estaba sentada, comenzó a pronunciar en tono grave unos nombres que reconocí por mis conversaciones con mi suegra: Ochún, Changó, Eleguá… Y medio musitando me empezó a decir: «yo ta’ sabé po’ que tu ta’ qui mi yija, yo te va ayudá». No entendí más, o no quise entender más.

Salí de la casa colonial desorientada, siguiendo a mi suegra por ese laberinto de pasillos y rincones, con mi mente anclada en el Malecón a fin de olvidar las palabras del babalao. Esa calma, esas aguas plácidas como la superficie de una palangana, esas piernas colgando del muro, esa brisa subiendo mi falda… Esa sensación de libertad, lejos de él, fuera de su círculo de influencia, sin sus gritos, sin sus desprecios. Eso era lo que quería. Ser capaz de romper con mi padre. No permitir que tuviese tanto poder sobre mí. Eso sólo se conseguía con su muerte. La muerte de mi padre. Eso quería. Que muriese. Sentirme libre de él sentada en el Malecón.

Al llegar a la calle nos dirigimos a la esquina de L con Calzada. Allí, casi enfrente de la embajada de los Estados Unidos, mi suegra empezó a desperdigar los dos huevos rotos entre dos esquinas, tiró el recipiente en la tercera, y en la cuarta estrelló el huevo intacto. «Así me lo ha dicho el jefe», dijo, al ver mi cara entre estupefacta y asustada por si de la Embajada salían tanques y metralletas a por nosotras. Es importante, continuó hablando mi suegra, que cuando te hagan una limpieza te libres del huevo. De esta forma todo lo malo que tú tienes queda arrojado en la calle y algún otro lo recogerá. Me sorprendió esa curiosa crueldad de repartir nuestro mal entre los demás, o, mejor dicho, de librarnos de nuestro mal para que lo lleve otro. No pude evitarlo. Ahí solté una estruendosa carcajada. Todavía riéndome, sin importarme siquiera la mirada reprobadora de mi suegra, subimos por Línea de regreso a casa cuando, en la esquina con B, un brazo saliendo de un Lada rojo que pasó a nuestro lado a toda velocidad, estrelló un huevo justo enfrente de nosotras, dándose a la fuga. Mi suegra, histérica, comenzó a gritar que debíamos regresar a ver al babalao pues una mancha de albumen viscoso recorría mi pierna izquierda. Entre carcajadas y apelativos cariñosos intenté calmarla asegurándole que no pasaba nada, que no creía en esas cosas, que no tenía que preocuparse.  

Pero lo cierto es que esa noche tuve cientos de pesadillas. Mi padre aparecía en el Malecón y unas veces era él quien me empujaba, estrellándome contra las rocas y desapareciendo entre esas aguas de repente tan agitadas; otras veces era yo la que le hacía caer. Desperté empapada en sudor y lo primero que vi fue el ventilador del techo agitándose con espasmos en el techo. Estaba sola en la cama. Al coger el móvil para consultar la hora comprobé que tenía varias llamadas de mi familia. Salí al comedor y vi a mi novio con mi suegra, sentados a la mesa, tomando un café recién colado en silencio, cabizbajos. Al sentirme llegar levantaron su mirada y entonces lo tuve claro. Mi novio no dejaba de abrazarme pero en el fondo se sentía decepcionado porque yo era incapaz de llorar. No podía. El lacerante sentimiento de culpa me cortaba el conducto lagrimal.

Desde entonces, a pesar de que leí los atestados policiales que aseguraban que mi padre, bajo los efectos del alcohol, había chocado contra la mediana de la M50 a 180km/hora, siempre supe que había sido yo la que le había matado. En primer lugar, mi padre era abstemio. Para él cualquier tipo de “vicio”, llámese alcohol, medicamentos o pereza, era una degradación del ser humano, un reconocimiento de inferioridad intolerable e inadmisible, una mediocridad que condenaba a esa persona a su odio y desprecio totales. En segundo lugar, nunca cogía el coche más que para trayectos fuera de Madrid; siempre presumía de usar el transporte público, no sólo por aquello del ecologismo sino sobre todo por la comodidad. En tercer lugar, era un escrupuloso de las normas, un temeroso de la ley. Como buen Juez nos inculcó desde que nacimos que las leyes están para cumplirlas y que si algún día nos desviábamos de ellas no contásemos con él para nada.

Yo le maté. Mi novio nunca me creyó y se fue. Mis amigos se hartaron de venir a mi casa a secarme las lágrimas. Mi madre no me habla porque dice que le estoy contagiando mi locura. Mis hermanos están demasiado ocupados despedazándose entre ellos.

Y yo. Yo sí bebo. Mi nivel de tolerancia al alcohol es ya tan alto que a pesar de haber tomado dos botellas de vino soy capaz de conducir por esta M50, a 180km/hora. Kamikaze, dirá el atestado, kamikaze.

Comentarios

  1. Genial! Vaya ritmo y qué manera de mantener la tensión. Parece que uno esté paseando por allí. Me ha encantado.

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    1. ¡Gracias, Carlos! Me alegro muchísimo de que te hayas dado un paseíto por la bella Habana ;-)

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